Juan Milián Querol | 27 de mayo de 2020
El Gobierno de Sánchez e Iglesias comparte mesa con el separatismo y ha copiado su estrategia del ‘victimismo matón’. Ese atentado contra la concordia es la máxima que hoy rige en la Moncloa.
En los últimos tiempos, las sociedades occidentales parecen atravesadas por insalvables líneas de falla, más profundas y emocionales que la clásica división entre la izquierda y la derecha. Ha pasado otras veces. Ni nuestro tiempo, ni nuestro país son una excepción. Tampoco somos especiales creyendo que somos especiales. La discordia parte de acervos culturales diferentes, pero, más o menos, esta está extendida por todo nuestro hemisferio; incluso las democracias más maduras están enfermando de pasiones adolescentes, hasta el punto de que el ‘nuevo progresismo’, el que venía a proteger y multiplicar cualquier diferencia, se ha mostrado como una agria intolerancia a cualquier discrepancia.
No hay democracia sin confrontación de ideas y molesta tener que recordarlo, pero tenemos que hacerlo, una vez más. La discrepancia es necesaria para que la verdad no se marchite. Sin embargo, el desprecio hacia el otro, que parece imponerse, es un camino que conduce a la sacralización de la mentira. Separa la ética de la política. Y sumerge a las instituciones en el charco del descrédito.
En Cataluña, donde últimamente se concentran y reconcentran todo tipo de populismos, se ha producido incluso una fractura sobre la fractura. El independentismo niega que la sociedad catalana esté dividida, mientras el no-independentismo percibe con dolor la ruptura de los afectos y es despreciada su catalanidad. Algo parecido está pasando en toda España -y no solo en ella, repito-. «Salimos más fuertes» es el eslogan subvencionado por el Gobierno, pero gran parte de la población vive una experiencia totalmente diferente: ha perdido seres queridos, ha perdido el trabajo y ha perdido la esperanza. Pero, ay, si tratas de describir esa realidad o, peor aún, de hurgar en las causas, serás tratado con el mayor de los desprecios, facha desleal.
El Gobierno de Sánchez e Iglesias no solo comparte mesa con el separatismo, también ha copiado su estrategia, esa que Daniel Gascón definió con un maravilloso oxímoron, la del ‘victimismo matón’. Ese atentado contra la concordia es la máxima que hoy rige en la Moncloa, donde susurran amenazas y fingen agravios. Curioso. Los ofendiditos de hoy son quienes importaron los escraches ayer, pero sus followers no ven la contradicción porque, borrachos de superioridad moral, han perdido las llaves de la claridad moral. Cuando se acepta que la culpa siempre es del PP, se pierde cualquier incentivo a la buena gestión o al buen gobierno. Sanchistas y separatistas se funden en la proclama de la irresponsabilidad: «De dia o de nit, la culpa sempre és de Madrid».
Agitan el resentimiento desde la cima del poder, mientras anuncian la entrada en el paraíso. Son disonancias solo aceptables para los que poseen una identidad partidista férrea. Quizá griten contra un fascismo imaginario para acallar la voz de su conciencia. Quizá necesiten creer que ‘las pizzas de Ayuso’ son camisas negras marchando sobre la capital. Se indignan contra ella, porque así olvidarían el pecado original de sus líderes, a saber, todo lo que se permitió para poder celebrar el 8M. Cuesta aceptar que se confió el voto a un mentiroso patológico. Cuesta aceptar que el socio es más casta que casto. Es mejor narcotizarse con más engaños, pero la comodidad psicológica que otorga la mentira tiene efectos secundarios devastadores para la democracia.
El Gobierno alimenta el odio contra la oposición creyendo justificar lo democráticamente injustificable: su implacable paliza a la verdad
Así, el Gobierno alimenta el odio contra la oposición creyendo justificar lo democráticamente injustificable: su implacable paliza a la verdad. Manipulan las encuestas para que volvamos a creer en los brotes verdes. Bofetada. Regalan dinero público a los medios privados y tapan la realidad con una falsa portada única. Puñetazo. Destituyen al coronel Diego Pérez de los Cobos por hacer su trabajo. Patada. Y donde más duele. Un Gobierno sin contención entra en fase de demolición institucional. El poeta Enrique García-Máiquez tuiteaba la transformación de Grande-Marlaska en Grave-Marlaska. Así es. El sanchismo pudre incluso las almas más nobles. Qué insoportable decepción. Pretenden boicotear la acción de la Justicia, represalian a quienes no los dejan manipular en paz, pero el problema son las pizzas.
El mundo de ayer no volverá y el futuro pospandemia tardará en llegar más de lo esperado y deseado. Los países que sepan adaptarse quizá sí salgan más fuertes. Los ensimismados, los que se rinden ante los agitadores del resentimiento, ahondarán sus fracturas identitarias, se debilitarán entre batallas de relatos que imposibilitan diagnósticos certeros y reformas necesarias. Nada está decidido aún. Los españoles no estamos condenados a solucionar nuestras desavenencias a garrotazos. La discordia es una opción que podemos rechazar.
De hecho, nuestra sociedad es más moderada de lo que hace ver el ruido mediático y, cuando esta ve un político ejemplar, lo reconoce. Es la ejemplaridad que ha demostrado el alcalde de Madrid. En el centro de ebullición de la pandemia emocional, José Luis Martínez-Almeida, con hechos y con palabras, se ha ganado el respeto de los adversarios y el aplauso de los vecinos. Madrid demuestra que el problema no es la sociedad. El problema es Sánchez, abanderado de ese nuevo progresismo que ve en la verdad un enemigo al que castigar sin clemencia.
¿Es, pues, posible una concordia que permita los pactos necesarios para la reactivación de la economía y la reconstrucción de la confianza en las instituciones? Lamentablemente, no con Sánchez. Este ha decidido que la discordia -como antes la tensión de José Luis Rodríguez Zapatero– es su estrategia para lograr que los suyos acepten la mentira como animal de compañía, no rendir nunca cuentas y perpetuarse en el poder. Lo único que le interesa. Le tenderás la mano y pactará con Bildu. La concordia sería posible si el PSOE volviera a la socialdemocracia.
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