Daniel Berzosa | 28 de abril de 2021
¿Hubiéramos asistido a la misma condescendencia y contemporización si el partido señalado en el BOE hubiera sido el actualmente mayoritario?
El pasado viernes 23 de abril, a cuento del preámbulo de la Ley Orgánica 5/2021, de 22 de abril, de derogación del artículo 315 apartado 3 del Código Penal, nos encontrábamos con la enésima, indecorosa, muy grave sorpresa de la sedicente «nueva política española». En verdad, revieja, incivil y cainita. La de los bandos, la de la dialéctica «amigo‑enemigo», la que, sumadas todas las migas y, a veces, vigas que cadenciosa, pero incesantemente se van acumulando en un periodo continuo del tiempo, los historiadores tienen confirmada como la antesala segura de los enfrentamientos civiles y los regímenes autoritarios, dictatoriales o totalitarios.
La clase de práctica política que estamos dejando hacer, como si estuviéramos atrapados en una especie de fatal sueño faulkneriano, y que todos los españoles sensatos, que quiero creer que seguimos siendo la inmensa mayoría, de la ideología que sea dentro de los valores elementales de la democracia, hemos de detener y reconducir a un nuevo renacimiento de la concordia social fundada en la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.
La lógica inmanente que impele a quien está en el poder —y a todos los beneficiados por él— a no querer perderlo, no debe arrojarlo en el abismo de emplear y justificar el uso de cualquier medio para ahogar la lógica aspiración de la oposición política por desplazarlo. No digamos si se desliza en el atentado de querer extinguir a la misma oposición. La existencia de ésta y la posibilidad real de alternancia en el poder es una exigencia irrenunciable de la democracia.
La discrepancia de las opciones políticas en un Estado democrático tiene múltiples espacios y medios donde expresarse. Su dialéctica debe desarrollarse con la creatividad, energía e ingenio que cada cual sea capaz de desplegar, sin más límites que el respeto a la Constitución, que significa respetar los derechos humanos, la separación de poderes y el Derecho.
El máximo ámbito de esta confrontación en pro del bien común, del interés general, de todos se verifica en los parlamentos, sede de la representación de la soberanía nacional en los regímenes democráticos. Es el caso de España, constituida por voluntad del pueblo en Monarquía parlamentaria desde 1978.
La Constitución no faculta al Rey a vetar, ni siquiera a corregir las leyes aprobadas por las Cortes Generales. Está obligado a sancionarlas según el artículo 91 de la Constitución
Lo que puede ser una inaudita falta de estilo, una inaudita venganza retórica o una inaudita manifestación de una visión partidista en la proposición de una ley, como es justificar que una ley orgánica de modificación de otra se ha de aprobar por causa de lo malísimo que es el principal partido de la oposición desde hace años, no puede aparecer en la ley, ni siquiera en su preámbulo (que la mejor técnica legislativa prescribe que debe evitar exhortaciones, declaraciones didácticas o laudatorias y análogas; no digamos, entonces, una acusación).
Y menos luego de su tramitación parlamentaria, esto es, de su paso por el Congreso de los Diputados y el Senado, con sus Mesas y sus presidentes, vicepresidentes y secretarios, con sus letrados de las Cortes Generales, con sus diputados y senadores, y sus asesores parlamentarios, con sus tomas en consideración, sus discusiones y enmiendas, y sus conversaciones en los pasillos.
Es completamente impertinente e inadmisible que esa alusión inculpatoria a un partido político democrático llegue a la obligada firma de Su Majestad el Rey, manteniendo dicho atentado al respeto institucional de las propias Cortes Generales, al significado del ejercicio del valor superior del pluralismo político en el Estado social y democrático de Derecho en el que está constituida y propugna España, y, en particular, al significado de la ley. Al menos, no puede suceder en un Estado constitucional.
Ese párrafo nunca tendría que haber aparecido en una ley, ni siquiera en su preámbulo; nunca tendría que haber salido del parlamento de un Estado democrático
Cada mayoría parlamentaria, sin perjuicio de los acuerdos transaccionales a los que pueda llegar con la minoría, aprueba naturalmente leyes afines a su ideología. Pero la mayoría no puede usar una ley, ni siquiera su preámbulo, para denigrar a la minoría. Solo en los regímenes autoritarios, dictatoriales y totalitarios el ocupante del poder criminaliza legalmente a los «otros» de todos los males, reales o ficticios, de la patria o del partido. Los «otros» que, bien están aniquilados, bien están diezmados y sometidos.
El preámbulo de la ley orgánica de marras —dejando al margen la contradicción de que el precepto que se deroga lo introdujo en 1995 el grupo parlamentario del mismo partido que, ahora, señala al principal partido de la oposición como fuente del mal— nunca debía haber salido así de las Cortes Generales y menos someterse a la sanción del Rey, que lo es de todos los españoles, como la ley se va a aplicar a todos sin distinción.
La Constitución no faculta al Rey a vetar, ni siquiera a corregir las leyes aprobadas por las Cortes Generales. Está obligado a sancionarlas según el artículo 91 de la Constitución. La doctrina interpreta de forma unánime este precepto. Y ni siquiera se ha generado una costumbre o convención constitucionales que permitiera a Su Majestad retirar insólitas o evidentes aberraciones en las leyes de un régimen democrático para que nadie pudiera entender que se dañaba su impecable neutralidad ideológica respecto de las fuerzas políticas legalmente constitucionales con representación parlamentaria.
La guinda de este despropósito del menguante parlamentarismo español —del que no hay precedentes— ha quedado certificada públicamente en el «Boletín Oficial del Estado» (BOE), «el diario oficial del Estado español», al que le corresponde legalmente dicha tarea y solo puede cambiar los errores de impresión.
La forma más rápida de borrar ese adefesio, ese enésimo aviso a navegantes de las mañas de la «nueva política española» contra el constante y exigente compromiso de mantener la democracia sería aprobar otra ley que lo modificara. O, más aventuradamente, plantear un recurso de inconstitucionalidad, citando la doctrina constitucionalista alemana sobre los preámbulos, a los que confiere valor jurídico pleno y eficaz, y confiar en que el Tribunal Constitucional cambiara su doctrina.
—¡Cuán largo me lo fiais, amigo Sancho!
—Siendo tan breve el cobrarse.
Entonces, ¿a partir de ahora, cuando cambie la mayoría parlamentaria, queda justificado que se empleen las leyes para atacar a los adversarios políticos? Mal, y venenoso para la democracia. ¿Los que han procedido así piensan que nunca van a dejar de ser la mayoría y por eso lo han hecho así? Peor, y muy preocupante por lo dicho.
Imagino que la sangre no llegará al río por la prudencia (¿ceguera?, ¿ingenuidad?) y respeto de los damnificados. ¿Hubiéramos asistido a la misma condescendencia y contemporización si el partido señalado en el BOE hubiera sido el actualmente mayoritario? Ese párrafo nunca tendría que haber aparecido en una ley, ni siquiera en su preámbulo; nunca tendría que haber salido del parlamento de un Estado democrático.
La imposición indiscriminada del uso de la mascarilla resulta desproporcionada. La redacción de este precepto rebasa la permitida delimitación constitucional de todo derecho fundamental por ley.
La anomalía la desperezó Rodríguez Zapatero quien, tras ganar las primeras elecciones, confesó necesitar la tensión para vencer en las vísperas electorales de 2008. Sánchez no ha demostrado su desacuerdo, sino que alimenta esa estrategia incluso utilizando el BOE para estigmatizar al PP como enemigo de la democracia.