Justino Sinova | 28 de mayo de 2019
Maniobras populistas y nostalgias republicanas se propusieron borrar su proeza en la fundación de la actual democracia en España.
El segundo paso atrás del Rey honorífico Juan Carlos I tras su abdicación hace cinco años, fijado en el día 2 de junio de este 2019, va a retirar su estampa de la primera fila de la actualidad. El protagonista de la Transición se autoimpone el anonimato. ¿Por qué? No será porque esté restando protagonismo público a su hijo el Rey ejerciente Felipe VI, porque en estos años ha ido donde se le ha pedido. ¿Nostalgia de una añorada privacidad? Es dudoso que quien ha vivido siempre a la intemperie de la observación llegue a necesitar que se apaguen los focos. En cualquier caso, esta imprevista retirada es una ocasión para restañar las heridas causadas a su imagen histórica.
Los motivos no se han desvelado, pero es seguro que se retira tras un sufrimiento que ha debido de ser inmenso. El Rey Juan Carlos fue colocado en la diana por un populismo ignorante y adánico que se conjuró contra una de las principales páginas de nuestra historia. Ha querido tirar abajo la obra de la Transición, reflejada en la Constitución de 1978, operación de derribo que protagonizaron Pablo Iglesias y sus huestes, felizmente debilitadas ahora por el mejor remedio democrático, las elecciones libres, y a quienes secundaron los nostálgicos de la experiencia republicana de 1931, que resultó dramática, y los golpistas que han intentado y siguen intentando horadar la democracia de España.
Juan Carlos ha repetido que el protagonista de la llegada de la democracia ha sido el pueblo español. Lo dijo en el primer artículo que escribió para un periódico, Diario 16, en 1989, lo ha repetido en numerosos discursos y ha insistido en ello ahora en la carta en la que comunica a su hijo la retirada. Pero sin él no habría tenido inicio la operación ni habría nacido en España una democracia liberal y pacífica que no necesitó de una ruptura violenta con el régimen franquista de consecuencias imprevisibles, sino de una reforma pacífica inteligentemente organizada por Torcuato Fernández Miranda y astutamente ejecutada por Adolfo Suárez, sus dos principales colaboradores.
El mejor homenaje que se le puede tributar al Rey Juan Carlos es fortalecer la democracia y rechazar las aventuras destructivas
El Rey que ahora busca un apartado retiro, calificado entonces como el piloto del cambio, estableció en España la monarquía parlamentaria que no habría imaginado el general Franco y que había diseñado su padre, don Juan de Borbón, a quien el dictador no quería ver ni en pintura, una monarquía democrática equiparable a la de los países de mayor desarrollo político, delineada en la Constitución y admirada por el mundo libre. Las democracias liberales ayudaron a Juan Carlos a recorrer el camino, extraordinariamente breve, menos de tres años, y tornaron su inicial escepticismo en un asombro indisimulado por el resultado.
El Rey honorífico ha mostrado también sus puntos débiles y en ello ha sido objeto de un seguimiento estrecho por la Prensa, en especial por la tintada de rosa. Pero lo que más interesa de su personalidad es su vocación por establecer en España un sistema político justo y eficaz. Está ya en la historia por eso. Es necesario que los españoles lo reconozcamos y no nos dejemos impresionar por los agoreros que solo buscan su propio beneficio. El mejor homenaje que se le puede tributar es fortalecer la democracia y rechazar las aventuras destructivas. Lo que protagonizó Juan Carlos fue una proeza. De ella vive España ahora, en la mejor etapa de su historia, con problemas pero con la posibilidad de resolverlos. Justo es reconocérselo a su principal autor.