Juan Milián Querol | 28 de octubre de 2020
El discurso de Pablo Casado en la moción de censura es la ruptura de un tablero viciado. Es la escapatoria para tantos y tantos españoles hartos de insultos y espectáculos cuando miles de compatriotas están perdiendo la vida y millones, el empleo.
La dinámica de bloques es perversa. Desincentiva el entendimiento e imposibilita la reforma. Lo común desaparece entre golpes de efecto y se confunden los principios con los golpes de pecho. Lo sufrimos en Cataluña desde hace demasiado. Las luchas por mostrar una mayor pureza entre nacionalistas infligen una acelerada decadencia a la comunidad que tanto dicen amar. En ese círculo vicioso, el engaño es preferible a la incómoda verdad, porque esta te hace libre, pero te convierte en traidor. El simplismo aniquila los matices. Así, la retórica encendida ha ido empobreciendo Cataluña cultural, económica y, sobre todo, moralmente. Los insultos en las redes sociales y la irritación perpetua en los chats de familiares, amigos y compañeros han roto tantos lazos que no pocos ya solo aspiran a vivir tranquilos.
En este sentido, enfrentarse a las políticas de identidad de la izquierda y del nacionalismo con populismos simétricos solo alimenta el monstruo del resentimiento. Es una destrucción nada creativa que arrastra a toda la sociedad en un torrente de barro demagógico. La discordia se impone, porque las palabras, como las ideas, tienen consecuencias. En Cataluña es muy difícil romper esa dinámica, ya que, de momento, con dominar el granítico bloque separatista se alcanza el apoyo necesario para presidir la Generalitat. Por eso, en alguna ocasión, he escrito sobre la imposibilidad de un nacionalismo moderado. En un contexto dominado por las emociones adversativas, sumarse a la tribu es lo más fácil y cómodo. También es lo más cobarde, dirían algunos.
Escenario parecido al catalán han querido crear Pablo Iglesias, Iván Redondo y Pedro Sánchez para toda España. Su ambición de poder no deja resquicios para la ética de la responsabilidad y buscan perpetuarse en sus cargos a costa de estresar la sociedad, provocando entre los suyos pánico a cualquier cambio de gobierno. De este modo, el objetivo del gurú de la Moncloa era agrupar a todas las derechas bajo un mismo paraguas, el trifachito. Si a la derecha del PSOE todo es ultraderecha, la alternativa será imposible, ya que esta nunca alcanzará los 176 diputados. Por ello, su enemigo a batir no es tanto el coronavirus, sino el espacio político que hay entre ellos y Vox.
Es indudable que los verdes no son el partido fascista que dibujan los politólogos del poder. De hecho, no pocos de sus votantes son fruto de una reacción contra el iliberalismo de la nueva vieja izquierda o del separatismo. Son fruto de un legítimo cabreo. Sin embargo, algunos de sus líderes han aceptado, por una dudosa conveniencia electoral, la caricatura. Lo hizo su candidato a la presidencia, Santiago Abascal, y en el peor momento de todos, cuando medio mundo estaba escuchándolo. En su discurso de la moción de censura, perdió la oportunidad de presentar un proyecto de gobierno y se limitó a unas conspiranoias que, por si fuera poco, son más importadas que nativas. En plena ola pandémica, dedicó gran parte de su alocución a George Soros. A punto de recibir los fondos europeos para la recuperación económica, señaló que la Unión Europea «se parece a la República Popular China, a la Unión Soviética o incluso a la Europa soñada por Hitler». Redondo aplaudía con las orejas. Eso sucedió el pasado miércoles.
El acuerdo entre Vox y la Moncloa será tácito, pero haberlo, haylo, y en el debate de la moción se estaba cumpliendo a rajatabla. La pinza contra el Partido Popular parecía indestructible. No obstante, las sonrisas de esa izquierda divisiva se esfumaron el jueves. Quizá Vox se había equivocado otra vez al alimentar unas expectativas que no podía cumplir. No hubo ningún candidato estrella, como habían ido filtrando durante el verano, ni tampoco apareció un proyecto que atendiera a las principales preocupaciones de los españoles. Y, a quienes tanto habían insultado, pusieron pie en pared. El discurso del presidente del Partido Popular, Pablo Casado, fue vibrante y, sobre todo, valiente. Rompía con la política tuitera de ruido y furia. Marcaba unos límites fundamentales para construir un proyecto ganador en torno a los principios liberales y conservadores. Lo hacía en una semana que a priori parecía perdida. El líder del partido más previsible fue disruptivo y ofreció a los españoles una alternativa posible al Gobierno con menos escrúpulos democráticos de Europa.
Los halagos tramposos de Iglesias y soportes mediáticos de Sánchez no deben llevarnos a engaño. Saben cómo funciona la política de bloques, porque ellos la han creado, y saben que así pueden resucitar a Vox. Pero el discurso audaz de Casado es la ruptura de un tablero viciado. Es la escapatoria para tantos y tantos españoles hartos de insultos y espectáculos cuando miles de compatriotas están perdiendo la vida y millones, el empleo. La épica de piel fina que está mostrando estos días el partido de Santiago Abascal confirma cuál era el objetivo real de su moción.
No obstante, a Vox se le abre una oportunidad. Cerrada la puerta a sustituir al PP, ahora pueden lanzarse a doblar la herradura que les permita captar el voto que huye de Podemos doblemente indignado. Friedrich Hayek escribió que el odio entre los extremos ideológicos no es una cuestión de ideas, sino que compiten por las mismas psicologías. Así pues, los dos partidos a la derecha del PSOE podrían ampliar sus bases y conseguir ese vuelco electoral tan necesario. El discurso de Casado permite este nuevo escenario en el que las jugadas de Sánchez ya no son tan redondas.
Vox dispone de la oportunidad de presentar a los españoles, en una ocasión solemne y ampliamente difundida, una visión distinta y opuesta a la del disolvente progresismo imperante.
Lo que está completamente fuera de lugar es que se asuma que solo hay un pensamiento correcto y que, además, sea impuesto desde la política. He aquí el motivo por el cual es necesario plantear la «batalla cultural».