César Cervera | 29 de mayo de 2021
Feminismo, ecologismo, indigenismo y un sinfín de -ismos permiten a la izquierda ocupar a sus votantes en disputas que no tienen una relación directa con la forma en la que van a pagar la matrícula universitaria de sus hijos o lo lamentable que es el salario que perciben al final de mes.
Las ideologías caducan más rápido que un yogur. Basta comparar, por ejemplo, lo que a principios del siglo XIX defendían las fuerzas más progresistas de España con lo que proponían solo medio siglo después para comprender que, a derecha o izquierda, la evolución es una necesidad en política. La indefinición, las contradicciones, la disonancia cognitiva que caracteriza al Homo sapiens y todo tipo de cortocircuitos son los efectos colaterales de este proceso de constante cambio.
El contexto social va definiendo los polos; si se mueve uno, cambian los otros. Desde principios del siglo XX, cada nueva generación bate el récord de revoluciones en una misma vida. Ninguna sociedad se había transformado social, científica y culturalmente tan rápido. Incluso si una persona de 30 o 40 años le cuenta a sus hijos cómo era su adolescencia, con VHS, casetes y sin redes sociales, sonará a alienígenas venido del espacio. El mundo gira y gira hoy a una velocidad que lo hace distinto con cada vuelta.
Pocos sufren tanto con las vueltas como las izquierdas tradicionales europeas, siendo el caso español una colección casi poética de antítesis y oximorones. En primer lugar, porque a la izquierda se le exige ir siempre en vanguardia, y hoy es difícil determinar incluso dónde está la cabeza de las cosas. En segundo lugar, porque la izquierda española vive la historia, los símbolos y el concepto mismo del país como una contradicción en sí misma. En tercer lugar, porque, siendo quien en España ha ostentado el gobierno en la mayor parte del último medio siglo, la izquierda hegemónica está obligada a defender posturas conservadoras en muchos temas para salvar lo que ha conquistado. Ya se sabe que los revolucionarios del pasado suelen ser los reaccionarios del futuro.
Y, en cuarto lugar, porque vivimos una época donde empieza a quebrarse la fe ciega en el futuro, que es un importante acicate para votar a quienes prometen acabar con viejos mundos para edificar el mañana. La entrada de la mujer en el mundo laboral ha reducido los salarios. La clase media se ha ensanchado, pero también se ha empobrecido (democratizado, si se prefiere usar un eufemismo). Más jóvenes han ido a la universidad, sin que el mercado haya sabido aprovechar sus conocimientos. Muchos ciudadanos añoran un pasado más sencillo, siempre idealizado, y apuestan hoy por lo malo conocido antes que por lo bueno por conocer.
En la indefinición y en la incertidumbre, ¿qué es ahora de derechas y qué de izquierdas? ¿Alentar la globalización o el derecho de autodeterminación de territorios privilegiados como Cataluña o el País Vasco? ¿La igualdad de todos los españoles o los privilegios heredados por algunas regiones del Antiguo Régimen? ¿El control férreo de las fronteras o una política migratoria que dependa de terceros países? ¿La reindustrialización del país o desmantelar lo poco que queda de la industria del automóvil en pos de una sociedad libre del malvado diésel? ¿Reivindicar las sociedades mestizas, como las que los españoles crearon a sangre y fuego en América, o la pureza cultural que camuflan las palabras de los indigenistas más radicales? ¿Querer un Estado fuerte o uno cortado en cachitos? ¿El antimilitarismo o el agarrarse al Ejército para solucionar crisis como la generada por la pandemia, el colapso de Madrid por Filomena o la entrada de miles de inmigrantes en Ceuta?
Frente al abismo de dilemas de difícil resolución a los que se enfrenta la izquierda, el recurso fácil de los políticos de uno u otro signo es irse por la tangente. Diluir sus ideas clásicas… Feminismo, ecologismo, indigenismo y un sinfín de -ismos permiten a la izquierda ocupar a sus votantes en disputas que no tienen una relación directa con la forma en la que van a pagar la matrícula universitaria de sus hijos o lo lamentable que es el salario que perciben al final de cada mes.
Muchos ciudadanos añoran un pasado más sencillo, siempre idealizado, y apuestan hoy por lo malo conocido antes que por lo bueno por conocer
Funciona como distracción, como bomba de humo, a costa de dejar desasistido al votante tradicional. Cada año, a los sindicatos les cuesta más convocar huelgas y llenar las calles el 1 de mayo y, sin embargo, el feminismo sí es capaz de movilizar a miles de jóvenes sin empleo ni vivienda digna para sus actos no relacionados con cuestiones cotidianas. Cuenta Edu Galán, autor de El síndrome de Woody Allen, que vivimos en una sociedad donde los trabajadores precarios de la editorial que iba a publicar las memorias del cineasta fueron capaces de salir a protestar por lo machista y presuntamente acosador que es el director, pero luego, en el día a día, les cuesta Dios y ayuda hacerlo por sus maltrechos derechos laborales.
No digo que la derecha tenga sus coordenadas ideológicas muy claras en este mundo en interminable revolución, pero desde luego tiene bien aferrado a su votante tradicional y una mayor tendencia a la cohesión. La nueva izquierda, en cambio, suma a su natural inclinación por la fragmentación una total indefinición que la debilita, la hace permeable a influencias con muchos clics, muchos me gusta, pero pocos hombres de carne y hueso detrás, le impide elaborar una agenda política real (la coalición de izquierda lleva años a vueltas con la reforma laboral, y a vueltas seguirá…) y le obstaculiza el ejercicio de un gobierno estable.
Una polémica ha evidenciado a la perfección en la última semana la neblina que rodea a la izquierda. Se trata de la reacción furibunda al discurso antiliberal de la periodista y escritora Ana Iris Simón, autora de Feria (Círculo de Tiza), que reivindicó frente al presidente del Gobierno una vuelta a lo popular, a lo rural, a los orígenes de la izquierda frente a ciertas tendencias externas. Se puede criticar aspectos del discurso, que como su libro tiene más de literatura que de filosofía, pero desde luego resulta contraproducente descartarlo por falangista, lepenista o ultraconservador solo porque, según dicen los columnistas cercanos a Podemos, aboga por aumentar la natalidad a través de la familia española.
No soy quién para colocar en la boca de Iris Simón argumentos que ella no ha dicho, pero entiendo que alentar la natalidad en nuestras fronteras no es incompatible con el flujo de inmigrantes que va a seguir llegando de una forma u otra. Adaptar la sociedad a la diversidad cultural no es una opción, sino una necesidad obvia; y no creo que Iris Simón tenga que estar recordándolo a cada frase para no parecer racista. Proponer alternativas al suicidio demográfico de Europa no puede ser tan controvertido…
No obstante, que esa sea la principal crítica que puede hacer la nueva izquierda a una mujer con raíces familiares comunistas, dicho por ella misma, que aboga por poner el foco en las cosas (casa, trabajo y seguridad) que a la clase obrera, por muy atomizada que esté hoy, más le han preocupado históricamente solo aumenta la confusión entre los españoles, negros, blancos o amarillos, en paro, sin futuro, que al escuchar este tipo de tesis sienten algo de esperanza. Sienten que alguien se acuerda de ellos. Ponerse de perfil frente a estas cuestiones solo recuerda a la izquierda lo cercana que está de hacerse etérea.
El progresismo se sabe el agente de los ideales históricos de la humanidad compasiva e igualitaria. Así que ser progresista y ser bueno es lo mismo.
El Gobierno de la nación funciona a golpe de propaganda, de mensajes publicitarios, de engañabobos a gran escala. Una especie de mundo paralelo al real que se aleja pavorosamente de la verdad, como si los españoles fuésemos niños a los que resultase fácil engañar.