Daniel Berzosa | 29 de julio de 2021
Resulta incoherente, desolador y preocupante que, habiendo, como hay, tantos centros públicos de enseñanza, no acometan iniciativas específicas para explicar adecuadamente la institución de la Corona y su significación constitucional.
Con un título casi idéntico al que introduce estas palabras, se ha celebrado un curso de verano en Valencia, organizado de forma impecable por las universidades CEU Cardenal Herrera, Católica de Valencia, Católica de Ávila y Francisco de Vitoria, con la colaboración de las fundaciones Villacisneros, Vives y Valores y Sociedad. Sobre la trama de una programa apasionante, repartido en tres jornadas de mañana, los días 19, 20 y 21 de julio, académicos y profesores universitarios de primer nivel reflexionaron y dialogaron sobre el pasado, el presente y el futuro de la Monarquía española.
Es justo, además de oportuno, subrayar dos cosas. Una es que el curso se ha propuesto para destacar la importancia de la Monarquía como una de nuestras grandes fortalezas como nación. La segunda es que ha sido iniciativa de entidades de la sociedad civil; sea en forma de universidades, sea de fundaciones, todas ellas privadas.
Recuerdo a tiempo y a destiempo, y lo escribí, con perdón por la autocita, en Cinco años de un reinado ejemplar, que «la dimensión simbólica del Rey es una cuestión nunca suficientemente explicada y que debería recibir más atención en España; máxime cuando ese simbolismo integra y conforma la estructura constitucional del Estado, al establecer la Constitución que ‘la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria’».
Resulta incoherente, desolador y preocupante que, habiendo, como hay, tantos centros públicos de enseñanza, desde infantil hasta universitaria, y, en algunos niveles, asignaturas obligatorias orientadas a la formación cívica de los ciudadanos, no contemplen de forma suficiente y veraz en sus planes o acometan iniciativas específicas para explicar adecuadamente la institución de la Corona y su significación constitucional, como han hecho en esta ocasión las citadas entidades privadas.
Más aun, cuando aquellas se sostienen con el dinero que se detrae a los ciudadanos en forma de tributos, y por encima de las entidades privadas, tienen o deberían tener como punto de partida obligado conocer y dar a conocer la Constitución, entera, a los futuros ciudadanos. Precisamente para que lo sean con la dimensión que categorizó Maquiavelo y el humanismo político renacentista. Personas conscientes de que su libertad (vivere libero) solo se realiza en la democracia (vivere civile). Y esto solo es posible cuando se respetan las leyes (Constitución) que —y este añadido de Guicciardini es crucial— impiden el dominio de unos hombres por otros.
Y esta combinación en apariencia sencilla de libertad y democracia, sueño y patrimonio propio de la civilización europea, cristiana y occidental, conquistado con enorme dificultad y sufrimiento a partir de las revoluciones burguesas de finales del siglo XVIII, sin embargo, es muy difícil de alcanzar, mantener y perdurar. Esto se advierte de forma singular con la experiencia francesa y será Constant quien señale de forma magistral las insuficiencias tanto de los defensores del solo principio monárquico, como de los defensores del solo principio democrático, como base de la justificación y legitimación del poder y su organización.
Pero mientras los vaivenes políticos franceses acerca de su compromiso por la libertad y la democracia, y la estructura estatal que debe acompañarlo, parecen finalizar en lo sustancial desde 1875, en España se van a mantener de forma feroz hasta la proclamación de Juan Carlos I en 1975 y la obra cumbre de su reinado, la Constitución de 1978. Que no era naturalmente un punto de llegada, sino un punto de encuentro de la libertad y la democracia, anhelado desde 1812, desde el que los españoles de entonces pudieran partir y los de las siguientes generaciones supieran seguir para crecer en bien de todos. De los españoles que fueron, los que eran y los que serían; de los que han sido, los que son y los que serán.
Y habiendo sido excepcionalmente positivo en su conjunto el reinado del Rey Don Juan Carlos para todos los españoles y España, ocurrió el más difícil todavía el 19 de junio de 2014. En circunstancias ambientales, sociales y políticas enrarecidas —y todavía quedaban los siguientes siete años hasta hoy; no obstante, con la esperanza siempre de que vaya retrocediendo esta hora oscura—, le sucedió su hijo, Don Felipe VI, el Rey. Dotado por su propia naturaleza y disciplina de vida para asegurar y acrecentar con brillantez el imponente legado posmoderno de la Corona, y lo suceda, dentro de muchos años, la Princesa de Asturias.
No porque Don Felipe VI vaya a liderar la nación en sentido de dirección política. Esto corresponde ordinariamente al jefe del poder ejecutivo, no al jefe del Estado en una Monarquía parlamentaria. Sino para contribuir a lo que aquel y los demás representantes y cargos políticos, dirigentes de una ideología concreta, que tienen que luchar por conseguir su puesto y no ser desplazados por la oposición, no pueden hacer. Es decir, desde su neutralidad y permanencia vitalicia, encarnar la Historia y la continuidad de la nación, integrar a los individuos (no a grupos, no a partidos) como totalidad, facilitar el cambio social, observar el interés del pueblo entero no solo en el presente, sino en el horizonte de los españoles del mañana.
Y, como es un hecho incontrovertido que tenemos un Rey en este momento peliagudo de nuestra Historia que deberíamos saber apreciar y valorar muchísimo más, y es esencial para la existencia, el sentido y la prosperidad de nuestra nación, supone una verdadera locura ignorar que las masas acomodaticias al panem et circenses, indiferentes o desinformadas, o todo ello, se sumen o caigan acríticamente en los vociferios de quienes le organizan aquelarres sin justificación, ni alternativa. O, lo que es equivalente, supone una auténtica irresponsabilidad cívica dejar que se profieran soflamas infecciosas contra la Monarquía parlamentaria y la Corona, dando la callada por respuesta.
Un curso de verano como el celebrado en Valencia era oportuno y hasta imprescindible. El silencio no puede ser jamás una opción para un ciudadano, para los que nos queremos tales, esto es, nacionales (miembros) de una comunidad política, que estimamos la libertad, la igualdad, el respeto a la dignidad humana y a la autonomía moral, la responsabilidad con las generaciones futuras y la obligación de crear las adecuadas condiciones para que su existencia sea mejor que la actual.
Ojalá se celebren muchas más convocatorias que permitan enseñar a la inmensa mayoría de los ciudadanos y a los dirigentes de los partidos políticos, en la alta responsabilidad que les marca la Constitución, que, en España, es también un hecho incontrovertido que la Monarquía, la Corona, juega un papel decisivo para comprender nuestro pasado como nación antiquísima, nuestro presente como realidad política viviente, y nuestro futuro como esperanza de unos valores compartidos.
Felipe de Borbón cumple cinco años en el trono. Su sentido de la democracia y del deber lo hace merecedor de la confianza sin dudas.
Hoy vivimos en una democracia plena y en un Estado social y democrático de derecho porque, entre otras cosas, Juan Carlos I fue rey de España.