Marcelo López Cambronero | 29 de octubre de 2020
El pensamiento cristiano, también el político, se equivoca si plantea primero sus inquietudes y propuestas para después intentar forzar la fe a avenirse a tales ideas con exégesis petulantes.
Hace cosa de un mes, el periodista Sohrab Ahmari, reciente converso al catolicismo, escribió una polémica columna de opinión en la revista digital First Things, bajo el título El problema con el cristianismo de izquierdas, de la que se hizo cumplido eco El Debate de Hoy, siempre atento al mundo.
En el artículo, Ahmari quería mostrar las incongruencias y contradicciones con las que tiene que convivir, en su opinión, alguien que se considere cristiano y «de izquierdas». Por desgracia, recurrió a la estrategia de tomar de su contrincante ejemplos especialmente débiles: un texto de 1954 en el que algunos sacerdotes comunistas defendían que el Plan Marshall solo había traído pobreza a Europa y un tuit de una colaboradora de The New York Times, cristiana declarada, afirmando que el mayor mal que se puede esperar de la izquierda es la subida de impuestos, mientras que la derecha cuenta en su haber con Dachau o Verdún. Por mi parte, siempre me pareció más inteligente y provechoso, tanto para quien escribe como para quien lee, hacer justo lo contrario, es decir, enfrentar en la disputa los mejores y más poderosos argumentos del interlocutor.
No me erguiré yo en defensor del cristianismo de izquierdas, al menos mientras piense que creer en Dios y ser materialista es una cosa de adinerados hipócritas, pero difícilmente de intelectuales, y que ser comunista en política es hoy poco menos que defender una Medicina basada en los humores y en los distintos tonos de la bilis. Sin embargo, me veo en la obligación de proteger la libertad del cristiano para no ver reducida la fe a ninguna ideología secular, obligación que hoy se hace imprescindible ante la tormenta de escritos en los que tantos y tantos intentan convencernos de que ser cristiano necesariamente ha de consistir en pensar lo que ellos nos digan y adorar al vellocino de turno que nos planten delante de los morros.
Ya sabemos que la pretensión de reducir el cristianismo a un ideario es casi tan vieja como la propia fe y se corresponde con la definición más sencilla de herejía: poner los esquemas que imaginamos por encima de la Palabra de Dios. Este moralismo del pensamiento político acaba por tildar de cristiano incoherente y miserable al que no ha sido circuncidado, a quien no aborrece en su corazón a los romanos (del Imperio, claro está), a unos por no ser platónicos y a otros por ser aristotélicos o antiaristotélicos, a cualquiera por no ser un redomado tomista, también a quien, como a mí, le ahoga el moralismo kantiano que algunos abogan por convertir en referente católico, a mengano por no ser de derechas, a zutano porque afirma sentirse un poco perdido en una misa en latín o al menda si osa comulgar en la mano. Vamos, que hagamos lo que hagamos y creamos en lo que creamos, parece que siempre habrá alguien escondido detrás del visillo para juzgarnos por falta de integridad, tibieza o… por lo que sea.
Es evidente que siempre existe cierta tensión dentro de los cristianos, porque somos ciudadanos del cielo mientras comemos en el McDonald’s, mantenemos depósitos a plazo fijo y votamos con la esperanza de que el próximo Gobierno sea mejor. Hay cristianos liberales, socialdemócratas, conservadores, en PACMA y en los anticapitalistas, y todos ellos saben, o tendrían que saber, que sus compromisos políticos temporales se tienen que mover en el territorio de la contradicción, porque no hay posición política que no mantenga en su base ciertos postulados teológicos, los que sean, y estos nunca encajarán bien con la teología cristiana, de la misma manera que no se puede hacer que el mar entero nos encaje en el agujero de un juego de guá.
Hay cristianos liberales, socialdemócratas, conservadores, en PACMA y en los anticapitalistas, y todos ellos saben, o tendrían que saber, que sus compromisos políticos temporales se tienen que mover en el territorio de la contradicción
¿Se tendrá, por lo tanto, que renunciar de plano a la política y a los compromisos seculares y refundar comunidades atrincheradas en algún pueblo abandonado de los muchos que emperejilan los campos de Soria? ¿O más bien habrá que hacer lo que dice una conocida canción y mantener una mano mirando al cielo mientras la otra está «en el cajón del pan»? ¿Erró el Creador al hacernos tan sociales como hambrientos, en vez de traernos al mundo puros y lozanos como el agua de los glaciares, angelitos bellos a los que nunca se les vendrá, camino de misa, el pensamiento de lo bien que le sientan a la Carmencita esos vaporosos tules o de cuán cabrón es el Iglesias -o el otro o el de más allá-? Ni de broma: Cristo tiene que ver con todo, y en todo hay que buscarlo a través de las distintas perspectivas, sensibilidades y criterios que campan por este Pueblo de Dios, tan variado y colorido.
El pensamiento cristiano, también el político, se equivoca si plantea primero sus inquietudes y propuestas para, después, intentar forzar la fe a avenirse a tales ideas con exégesis petulantes. Más bien estamos llamados a intentar buscar el bien de la comunidad una y otra vez, corrigiendo constantemente los errores que cometeremos a porrillo y procurando que nuestra acción política surja de la cercanía de Cristo, de la que siempre es prueba el deseo de conocer y comprender mejor a los demás, para así también amarlos mejor.
Y ese esfuerzo, gigantesco y condenado a la imperfección que mana de nuestra humanidad, se puede hacer apoyando distintos estandartes, según nos parezca que por aquí o acullá llegaremos a lo mejor. Faltaría más.
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