Elio Gallego | 30 de junio de 2020
El proyecto de ley de igualdad de trato ha suscitado una polémica entre las ministras del PSOE y de Podemos. Las últimas defienden el derecho a la libre autodeterminación sexual, por lo que el feminismo cae por su base.
Resulta curioso ver cómo funciona la mente humana. Paseaba yo por una calle de Madrid y no puede dejar de observar el acoso que un palomo ejercía sobre una paloma, al tiempo que le adjudicaba una connotación delictiva a la actitud que claramente ostentaba el macho de nuestra pequeña historia. Tantos años de campaña programada para crear en nuestra especie un sentimiento de culpa no podía dejar de producir su efecto. Pero claro, pensar así en estos términos del mundo animal es absurdo. No hay «acoso sexual» entre machos y hembras, sean estos ovíparos o vivíparos. O, mejor, sí que lo hay, pero es que la naturaleza es así. El macho en su época de celo tiende a acosar a las hembras de su especie. No puede evitarlo. Es más, de no hacerlo sería una especie en extinción.
La cuestión se plantea cuando dirigimos nuestra mirada al ser humano y surge nuestra perplejidad, porque mientras no se demuestre lo contrario somos mamíferos. ¿Rige también en nosotros esta llamada de la naturaleza? Lo único cierto es que, como nos enseñan los antropólogos, el hombre estuvo siempre acompañado y disciplinado por algo de lo que carecen los demás animales, la religión. Sabemos que las formas primitivas de convivencia contenían un significativo número de pautas de comportamiento, mandatos y prohibiciones extremadamente minuciosos y ritualizados. De su más estricto cumplimiento, o al menos así lo entendían, dependía la supervivencia del grupo. Sabemos también que muchas de estas normas eran de tipo sexual y que, gracias a ellas, en absoluto se dejaban a la pura instintividad de los individuos los modos de relacionarse entre hombres y mujeres, quizá porque de haberlo hecho se sospechase que el macho de la especie humana reproduciría las pautas de comportamiento del resto del mundo animal.
Con el progreso de la cultura y de las civilizaciones, todas estas pautas tuvieron un proceso de creciente idealización y refinamiento, alcanzando en la Europa cristiana y medieval sus más altas cotas con el llamado amor cortés. La cortesía fue el gran invento del hombre europeo, y consistió en hallar la forma más delicada posible de adecuar su instinto a la dignidad de la mujer al que dicho instinto se dirigía. Normas de cortesía que han regido las conductas existentes entre los sexos hasta hace muy poco en nuestra civilización. Sin embargo, ahora unos hombres muy sabios han decidido abolir todas estas normas, han declarado su nulidad y han decretado su prohibición.
Incluso no conformes con ello, han declarado igualmente que las antiguas y venerables pautas religiosas que han gobernado a los hombres desde el origen de los tiempos no rigen ya para el nuevo orden social. Henchidos de sabiduría y de poder, han decretado el fin de todo lo que el hombre había considerado hasta ahora como bueno y justo en las relaciones existentes entre hombres y mujeres. Pero si la religión no existe ni tampoco la cortesía porque han sido abolidas, ¿no quedará acaso la naturaleza en su versión más instintiva imaginable como único modo de relación entre ambos sexos? Pero no se preocupen, no hay problema, declaran enfáticos los nuevos sabios que gobiernan el mundo, tenemos la solución: declarar también abolida la naturaleza humana. En efecto, muerto el perro se acabó la rabia.
Leo estos días en la prensa que se ha suscitado una polémica entre las ministras del PSOE y las de Unidas Podemos sobre el alcance que hay darle a un proyecto de ley de igualdad de trato, y hasta dónde deben primar en él las ideas «queer» («raro») que postula este último grupo político. Lo que defiende, en esencia, esta ideología es el más completo derecho a la libre autodeterminación sexual. En cuanto al sexo se refiere, cada uno es lo que en cada momento decide ser. Toda identidad sexual es líquida y fluida, convertible y reversible a voluntad. Parece ser que las ideólogas del PSOE no quieren ir tan lejos, porque después de tanto hablar de feminismo resulta ahora que lo femenino no existe; y, claro, si no existe un sujeto «mujer», difícilmente se podrán defender sus derechos y su igualdad frente a otro u otros sujetos. En suma, el feminismo cae por su base, y no pasaría de ser un paso más dentro de un proceso aparentemente irreversible de abolición de la naturaleza humana, incluida su dimensión femenina. El feminismo se hallaría abocado de este modo a su propia autonegación.
Quienes no estamos en este debate no podemos dejar de seguirlo con cierto deleite, no exento, eso sí, de un punto de tristeza y pena al observar cómo las conclusiones últimas de ideas absurdas e irreales son llevadas por una necesidad lógica hasta sus últimas consecuencias. Y cómo, si ya desde un principio se ha comenzado por izquierdear, la conclusión no puede ser otra que un izquierdismo total. Porque parar un alud a mitad de la montaña es muy difícil, si es que no es imposible.
La lucha política ya no es «derecha contra izquierda», no es una batalla de ideas o programas. Ahora es una lucha maniquea e infantil entre el bien y el mal en la que cada uno se siente en el bando del bien.
Los de arriba, es decir, el ministro Castells y sus compañeros de Gobierno hacen tanto para impedir que se les aplique la ley en igualdad de condiciones con el resto de los españoles que resulta preocupante.