Juan Milián Querol | 30 de octubre de 2019
El nacionalismo que comenzó con Jordi Pujol ha desembocado en un narcisismo idiota, capaz de destruir lo que dice que ama y que está inmerso en un bucle fascistoide que lo aleja de todo cambio.
La crisis económica y la aparición del movimiento 15-M lo aceleraron todo. Había aparecido un populismo antisistema que ponía en riesgo el oasis nacionalista y los autodenominados business friendly de Convergència i Unió tomaron una decisión que, cinco años después, llevaría a la huida de miles de empresas de Cataluña. Resolvieron poner la maquinaria de la Generalitat, la de todo el sistema, al servicio de un movimiento nacional-populista. Pero no fue en ese momento cuando todo empezó a joderse en Cataluña.
Las dinámicas de competición entre radicalismos eran ya evidentes en 2003 cuando el Partit dels Socialistes de Catalunya, liderando el Gobierno tripartito, inició una reforma total del Estatuto de Autonomía, una reforma que tenía más de posicionamiento electoral para superar al nacionalismo que de demanda social. En este sentido, la izquierda catalana siempre ha preferido legitimar una ideología decimonónica, como la nacionalista, antes que combatirla. Es una izquierda reaccionaria, cantera de personajes que le han dado color progre al procés, y colaboradora necesaria de una espiral irresponsable que ha provocado la más grave crisis constitucional de nuestra democracia y una profunda fractura social.
Sin embargo, todo viene de más lejos. Los eslóganes de la xenofobia fiscal no surgen de la nada. Ese “España ens roba” tan parecido al liguista “Roma ladrona” fue hábilmente alimentado durante décadas. El plan Pujol había sido ejecutado con una impecable precisión, a lo made in Germany. Control absoluto de los medios de comunicación, totalización de la sociedad civil y exclusión de cualquier idea positiva de España. Recordarán la millonaria celebración de aquel tricentenario que manipuló la historia hasta convertir la Guerra de Sucesión en una guerra de secesión. Avui paciència, demà independència. Y, ante todo, un férreo control de la hegemonía cultural para mantener el aparato político y los buenos sueldos. Así, en La tribalización de Europa, Marlene Wind, la que le puso los puntos sobre las íes al fugado Carles Puigdemont, afirma que estamos ante un tribalismo promovido por “líderes cínicos que tienen un interés personal explícito en jalear el odio y el antagonismo para mantener su propia base de poder”.
Este es el contexto que explica que parte de la población de una de las regiones más ricas y libres del mundo no tenga un mínimo de vergüenza cuando afirma que los catalanes son “como los negros que apaleaban en las plantaciones”. Con tal disonancia cognitiva, no es de extrañar que el nacionalismo banalice, justifique e, incluso, anime a la violencia. Lo visto estos días -boicot a carreteras y vías férreas, bloqueos de aeropuerto y estaciones, calles ardiendo y universidades asaltadas- no solo es fruto de la frustración mal canalizada. Esto es, en esencia, el nacionalismo: pisotear derechos fundamentales para imponer una identidad excluyente y estrecha. Es un narcisismo idiota, capaz de destruir lo que dice que ama. Son las palabras de Elisenda Paluzie, presidenta de la Assemblea Nacional Catalana, cuando proclama las bondades propagandísticas de la violencia y la kale borroka. Es la absoluta degeneración moral de aquellos que buscan un muerto para salir en la BBC.
Y no van a salir de ese bucle fascistoide. La competición entre ERC y PDeCAT, pero también la que se cuece en el interior de estos partidos, hacen que las miradas de reojo y el miedo a aparecer como un traidor imposibiliten cualquier moderación. Un ejemplo. Detrás del último referéndum ilegal rumiado por Puigdemont con la CUP no había una fascinación por la democracia directa, ya que nunca se han planteado otro tipo de consulta que no sea la separatista, es decir, la que elimina los derechos políticos de una parte de la población.
Es la absoluta degeneración moral de aquellos que buscan un muerto para salir en la BBC
Su intención, al modificar el plan prometido para una independencia en 18 meses, era acercarse a esta poniendo en un brete a Oriol Junqueras. A él y a Raül Romeva, el entonces president les encargó, sin hablar previamente con ellos y de manera traicionera –como apunta el libro Tota la veritat-, la organización de aquella jornada infame. Si Junqueras se negaba, sería señalado como un traidor; y si aceptaba, podría ser, como mínimo, inhabilitado. Y es que el procés ha tenido mucho de ajuste de cuentas entre políticos sin ninguna visión del bien común. De esta manera, los silencios del presidente de ERC, los lloros de la que fue su mano derecha, Marta Rovira, y los tuits de Gabriel Rufián también fueron navajazos contra sus compañeros de viaje hacia la sedición.
En definitiva, mientras el nacionalismo esté en el poder en Cataluña, no va a cambiar. Va a seguir empobreciendo, fracturando y desprestigiando. No tiene liderazgo para una rectificación, ni una base social preparada para el reconocimiento del fracaso. Demasiada propaganda, demasiada ilusión volcada en una utopía, una utopía del pasado, como la llama Mario Vargas Llosa. No obstante, la izquierda española aún sueña -lo suyo sí que es una ensoñación- con una ERC junquerista o un nuevo pujolismo que puedan ser sus aliados o la solución a tanto destrozo. Onírica pretensión. Durante una generación, el nacionalismo catalán se situará siempre al mismo nivel que el personaje más radical y siniestro de su masa.
Su fragmentación, su mediocridad y su odio les impiden cualquier elevación. Así pues, el nacionalismo debe ser combatido en todos los frentes, siendo el principal obstáculo una izquierda desorientada, que ha hecho suya aquella política identitaria que emite en la misma onda que el nacionalismo. También aquí la profesora danesa acierta en su diagnóstico: “Más que hacer hincapié en nuestros principios e ideales comunes, muchos antiguos defensores del orden mundial liberal se han vuelto tolerantes y, por consiguiente, cómplices con el tribalismo”.
Cataluña se dirige hacia una decadencia acelerada e intensificada desde un poder público que se esconde tras el «Tsunami Democràtic».
A fuerza de tener la mirada fija en lo urgente, ya sean las nuevas elecciones, el desafío catalán o algo similar, corremos el riesgo de alejarnos de lo real.