Jaime García-Máiquez | 30 de octubre de 2020
El PP es el partido que ha renunciado más a sus principios desde el principio, y ha sufrido por ellos el que más. Por eso le enfurece que unos recién llegados, como Vox, consideren estos principios históricamente suyos, y sin pedir permiso se los apropien.
El Partido Popular llevaba sin querer mirarse en el espejo para ver su verdadero rostro desde su fundación, en 1976. El Partido Comunista y el Socialista se lo ponían delante una vez y otra vez, y otra, con la insistencia e insolencia de quien se cree más guapo. Daba siempre un poco de pena y pudor ver al más generoso, leal con España, mejor gestor y más preparado partido político de la democracia moviendo su cabeza frente al espejo, de un lado a otro como buscando algo, en vez de mirarse y reconocerse tal como era.
Pero, tras cuarenta años de democracia, Pablo Casado no ha tenido más remedio que hacerlo, y lo que se ha encontrado es el rostro de Vox mirándolo a los ojos. Tras la condena del PP, el 21 de noviembre de 2002, del Levantamiento del 18 de Julio (una reacción de la mitad de España –precisamente la mitad que representaba el PP- contra el fracaso político de la República, el derrumbe económico, los crímenes de una izquierda desatada, el fraude electoral del 36, etc.), el discurso de Pablo Casado en la moción de censura ha sido la declaración ideológica más importante a la que se han visto obligados a exhibirse los populares desde su fundación.
La moción buscaba tres cosas, como se sabe. En primer lugar, desenmascarar a Pedro Sánchez, que engañó a su electorado prometiendo que no pactaría con los que ahora forma Gobierno, y que está haciendo una gestión de la pandemia que puede calificarse de catastrófica en lo sanitario y criminal en lo económico. Por cierto, este pasado lunes 26 anunciaban un nuevo confinamiento y toque de queda hasta no se sabe cuándo, mientras que el telediario del ‘régimen’ entrevistaba por la calle a cuatro personas que decían que «lo deberían haber hecho antes», «deberían tomar medias aún más duras», «creo que a partir de ahora todo irá a mejor», «en lo sanitario deberíamos estar todos unidos». Probablemente, no se trataba de transeúntes sino de actores.
En segundo lugar, la moción intentaba enfrentar al PP a la introspección pública en un espejo, pero esta vez puesto delante de él por la derecha, y de ahí salió rebotado, soltando necedades como que Vox «pisotea la sangre de las víctimas del terrorismo» o que «Santiago Abascal es el socio en la sombra de Sánchez», que traiciona «al partido que le ha dado trabajo quince años». ¿Es que el PP es un gallinero al que se debe lealtad porque da de comer a sus polluelos? «Manda huevos», que diría Federico Trillo. Viendo cuál es el ala que los cobija, ¿no vienen las palabras de Casado a evidenciar el arrojo –no diré los huevos- que tuvo Abascal al salirse del corral diciendo «hasta aquí hemos “huevado”»?
Por último, Vox se proponía como alternativa al Gobierno socialcomunista. Nadie se lo hubiera tomado muy en serio si el PP no hubiera venido a negárselo ‘a Vox en grito’, en un hemiciclo en estado de shock. El presidente Sánchez le pidió a Pablo Casado que se uniera al No, y este dio una de esas rocambolescas respuestas imposibles que, cuando uno las analiza, no tiene más remedio que echarse a reír: «Decimos No a su moción porque decimos No a Sánchez».
«Casado se divorcia» de Vox, queriendo dar la impresión de esa libertad juvenil de los solteros que pregona José Luis Martínez-Almeida, y abandona el hemiciclo como indiscutible vencedor de la jornada. Oh, qué arrojo. Qué bien lo ha hecho su señoría. «Su discurso ha sido brillante». Por supuesto que todo ese júbilo son solo fuegos artificiales, el aplauso impío y sarcástico con el que los medios de comunicación gubernamentales dan la bienvenida al apóstata. Este paso al centro le favorecerá en las encuestas unas semanas, rapiñará unos cuantos votos a Ciudadanos y socialistas desencantados, y en breve volverá desde su pragmatismo relativista a hacer guiños al electorado de la derecha, cuyos votos necesita como el comer, sabiendo –como sabe- de la lealtad a sangre y fuego que Vox le proporcionará frente a la izquierda.
A cinco días de unas elecciones, esta premeditada indignación le habría salido redonda, pero como fundamento ideológico definitivo de un partido político –que era lo que requería la ocasión- resultó confuso, torpe, feo, inconsistente y vacío. Pobre muchacho, lo que va a tener que pasar hasta ser presidente. Separado ya de todos, acabará poniendo anuncios por palabras en la parte trasera de los tristes periódicos: Hombre casado busca… votos, desesperadamente.
A cambio de votos, y valorando ‘la gestión’ por encima del bien y del mal, el PP ha ido renunciando a la lucha por la verdad de la historia (leyes de memoria histórica y democrática), la dignidad de la familia tradicional, ha ido asumiendo el aborto y la ideología de género como algo prácticamente propio, ha terminado por abandonar la cultura o los medios de comunicación, se ha sometido sin rechistar a la deshumanización –profetizada por Tocqueville– de la política europea (démosle la vuelta a la maldición de Ortega: Europa es el problema y España la solución), al despilfarro económico de las autonomías, a la rendición frente a los nacionalismos…
El PP es el partido que ha renunciado más a sus principios desde el principio, y ha sufrido por ellos el que más. Por eso le enfurece que unos recién llegados consideren estos principios históricamente –con razón- suyos, y sin pedir permiso se los apropien, junto con el patrimonio paterno de los que fueron hasta hace tres días sus más leales votantes.
Ante un golpe como el que está en marcha contra España, su existencia y su Estado de derecho, solo cabe estar de un lado, votando la censura a este Gobierno.
El partido de Abascal se queda por debajo de sus expectativas, pero lastra a un PP obligado a reflexionar.