Armando Zerolo | 31 de marzo de 2020
En España, la crisis del coronavirus ha destapado ineficiencias del sistema e ineptitudes de los líderes políticos, pero también hemos visto casos ejemplares de otros modelos de eficiencia.
La crisis de la COVID nos llegó a España a través de China, y en Europa tuvo más impacto la construcción de un hospital en un tiempo récord que el riesgo de una pandemia. La fascinación por la eficiencia del Estado chino caló en las mentes de modo transversal y superó ideologías políticas de cualquier signo. El elogio a la eficiencia ha puesto en jaque a los sistemas políticos occidentales, porque los cuestiona en su fondo y no en su forma.
La forma de las libertades occidentales se recoge en una organización institucional cuyo fundamento es el constitucionalismo que, resumido, podría ser esto: división de poderes y Estado de derecho. Los padres de este sistema buscaron expresamente la ineficiencia del Estado. Pensaban que el Poder tendía a concentrarse y que este fenómeno era indeseable e inevitable. Por esta razón, decidieron construir una máquina y, al mismo tiempo, ponerle palos en las ruedas. Sabían que el parlamentarismo era un estorbo al poder y no se hacían trampas al solitario: la representación, en su sentido más jurídico, era una apariencia.
De la discusión política no se esperaba que surgiese una verdad metafísica, sino una verdad “útil”, compartida y, sobre todo, pacífica. Las papeletas electorales tenían una doble función: entorpecer al poder político y sustituir las balas por los votos (ballots instead of bullets).
Todos los artículos relacionados con la crisis del coronavirus
Estas libertades formales, institucionales y recogidas en un texto constitucional, se sustentaban, no obstante, sobre unas libertades materiales que encontraban su fundamento en los sustratos más profundos de nuestra cultura política. El pecado de Europa fue pensar que los castillos se podían construir sobre el aire, y que un edifico no necesitaba una roca como cimiento. La Segunda Guerra Mundial y el “Muro de Berlín” cerraron en falso este debate sobre el fundamento de la libertad y, al mismo tiempo, lo reavivaron en un ámbito académico.
Lo cerraron porque se entendió que la libertad económica era suficiente para que a su alrededor floreciesen el resto de libertades, pero los sociólogos del siglo XIX ya habían advertido que sin libertad política el resto de libertades se desplomaban como un castillo de naipes, y algunos pensadores se hicieron eco de ello. El debate se reabrió el año pasado con el aniversario de la caída del muro y la COVID lo ha sacado de la urna académica para devolvérselo en forma de experiencia vital a toda la sociedad.
El test que nos ubica en el debate ha sido la eficiencia. Manuel Arias Maldonado ha publicado recientemente Nostalgia del soberano, y ha dado nombre a un sentimiento compartido. Las formas políticas son el caparazón de los sentimientos sociales, y la búsqueda de un soberano, fuerte, decidido, con capacidad de liderazgo, que nos gobierne y nos guíe por la travesía del desierto, aparece con fuerza en nuestro imaginario. La fascinación por la eficiencia del Estado chino, ignorando la violación sistemática de libertades que pensábamos que eran el fundamento de nuestro sistema, ha sido el signo elocuente de un cambio sentimental. Será cuestión de tiempo que le demos forma a esta nostalgia.
La eficiencia de un sistema no debe medirse solo por la capacidad que tiene de gestionar por sí mismo un problema, sino también por el espacio que deja para que la iniciativa social ocupe su lugar
Ahora bien, la reacción a la pandemia no puede decirse que esté siendo la misma en toda Europa. Los sentimientos de las diferentes culturas políticas están siendo muy distintos y las consecuencias también.
Londres planteó una estrategia diferente a la recomendada por la OMS y habló de “llegar a un estado de inmunidad grupal”: 40 millones deberían contagiarse y, teniendo en cuenta el índice de mortalidad, que es de entre el 2% y el 4%, podrían morir cerca de 900.000 personas. Donald Trump ha salido a la palestra y ha indicado que quizás se produzcan cambios en la estrategia estadounidense: “Una grave recesión provocaría más muertos que el coronavirus” y en el Senado se plantea el “rescate de grandes corporaciones”. Ha dicho: “Nuestro país no se construyó para paralizarse”.
Pero la más clara y contundente ha sido Holanda. El jefe de epidemiología neerlandés del hospital de Leiden, según recoge el diario El Confidencial, ha declarado que «en Italia, la capacidad de las UCI se gestiona de manera muy distinta [a la neerlandesa]. Ellos admiten a personas que nosotros no incluiríamos porque son demasiado viejas. Los ancianos tienen una posición muy diferente en la cultura italiana». Y el efecto de este modo de pensar lo estamos viendo en Francia, donde las residencias de ancianos son el segundo lugar, después de los hospitales, donde más muertes se producen. Así, estamos conociendo que el actual sistema de recuento galo no incluye a las Ehpad (residencias de mayores), lo que ha llevado tanto a Le Monde como Le figaro a titular así: “Tragedia a puerta cerrada en las Ehpad”.
Eficiencia, sí, pero a un precio. En España, sin embargo, pese a que la crisis ha destapado ineficiencias del sistema, ineptitudes de los líderes políticos y cierto egoísmo, también hemos visto casos ejemplares de otros modelos de eficiencia. Ha circulado en redes sociales un vídeo de un bombero explicando cómo en tres días y medio se han habilitado mil quinientas camas en IFEMA. Lo que ha sorprendido ha sido ver colas de autónomos en paro, uno de los sectores más castigados por la crisis, esperando para ayudar a montar el complejo sistema. Voluntarios ayudando y arriesgándose por pura generosidad. No es el único caso, hay muchos.
La eficiencia de un sistema no debe medirse solo por la capacidad que tiene de gestionar por sí mismo un problema, sino también por el espacio que deja para que la iniciativa social ocupe su lugar. Un sistema que deja un espacio libre para que otros puedan actuar tiene, al menos dos ventajas. La primera, que es realmente operativo y con un coste bajo. La segunda, las más importante, que saca lo mejor de cada uno para ofrecérselo a todos.
La libertad formal se asienta sobre la libertad material, y no hay libertad sin gratuidad. ¿Qué mayor gesto de gratuidad que el testimonio colectivo de amor por los mayores? ¡Claro que ya no son útiles, que son caros y que se van a morir dentro de poco! Eso lo sabemos todos, pero también deberíamos saber, con toda certeza, que es a ellos a los que les debemos la construcción de ese mundo de posguerra, las instituciones que tenemos, la cultura que disfrutamos, y todas y cada una de las vidas que ahora pugnan por sobrevivir.
Un pueblo que es capaz de volverse para mirar lo que deja atrás, y darle las gracias, es un pueblo con una sólida base material sobre la que podrá revisar y reformular las formas que exijan los nuevos tiempos. De los que carezcan de esta gratuidad no podemos más que apiadarnos.
La soledad del papa Francisco ante una plaza de San Pedro desierta y lluviosa refuerza su mensaje: abrazar la esperanza y reconocer nuestra fragilidad.
Usemos este tiempo de cuarentena familiar para encontrar formas nuevas y creativas de relacionarnos. Tendremos que tratar de emplear la paciencia, la comprensión mutua, la flexibilidad y el perdón.