Higinio Marín | 31 de marzo de 2021
La idea de felicidad ha tenido su apoteosis de la mano de la formación del mayor poder que el hombre haya conocido sobre la Tierra: el desarrollo del Estado Moderno.
En 1974, cuando todavía era catedrático de Teología, Josef Ratzinger escribió que la suerte cultural de Europa empezó a tomar forma cuando la idea de felicidad se separó de la de salvación para, poco después, oponérsele: lograr la salvación implicaría renunciar a buena parte de la felicidad posible en este mundo.
Seguramente, esa oposición ha estado siempre presente de una u otra forma, pero es posible que desde el Renacimiento las dos ideas se fueran perfilando hasta llegar a su oposición en el sentido común de las sociedades europeas. Y que todo ello ocurriera en la medida en que se fue formando y difundiendo la noción de una felicidad que no solo era posible en este mundo, sino que era propia de este mundo, aunque vedaba el acceso al otro.
Inevitablemente, esa idea de felicidad se iba a asociar crecientemente con el reverso de la salvación, es decir, con el poder al que habría que acudir para lograr la felicidad mortal a cambio de la condenación eterna, aunque con la esperanza revertida de que no existiera. Los pactos con el Diablo y las concepciones fáusticas de la felicidad jalonarían la conciencia romántica de la felicidad como horizonte intramundano.
El Estado democrático en las sociedades europeas se ha convertido en un agente moral y culturalmente confesional cuya potencia sería -como decía Tito Livio- la mayor después de la de los dioses, si no fuera porque los ha encarnado en su propio poder
Tal vez, todo ese proceso se hizo posible en la medida en que se debilitaba la certeza de que la vida cristiana no solo era camino de salvación, sino que también era la forma más feliz de vivir en el mundo. Tal vez, la cultura y espiritualidad popular cristiana desatendiera ese aspecto bajo el peso de las desgraciadas condiciones de vida arrastradas durante siglos; o, tal vez, fuera el predominio de un cierto pesimismo sobre el mundo que la reforma luterana recogió y agudizó consumando la oposición entre salvación y felicidad.
Lo cierto es que a la altura de nuestro tiempo la idea misma de salvación se ha vuelto poco menos que ridícula en contextos públicos de discusión, y forma parte principal de esas antiguas certezas cristianas hoy desfallecidas. Para el canon de la actual cultura, carece de sentido la idea de que necesitamos ser salvados, o de que sea necesario un Dios salvador, y, por tanto, nuestros contemporáneos contemplan entre incrédulos y desdeñosos la propuesta de una esperanza de salvación.
En cambio, la idea de felicidad ha tenido su apoteosis de la mano de la formación del mayor poder que el hombre haya conocido sobre la Tierra: el desarrollo del Estado Moderno. Tito Livio, que dijo de Roma que era en el mundo «la mayor potencia después de la de los dioses», se asombraría si conociera el alcance del poder de los Estados modernos. Así que Hobbes acertó a recoger esa tradición del antiguo paganismo al denominar al Estado el «dios mortal».
El tránsito desde las monarquías absolutas a los Estados modernos despersonalizó a ese dios mortal y lo (des)encarnó en departamentos ministeriales y burocracias administrativas. La industrialización del siglo XIX y principios del XX acorazó con poderes desconocidos a esas nuevas potencias sobre la Tierra que convirtieron las dos Guerras Mundiales en inauditos y devastadores duelos de titanes. Entre un conflicto y el otro, el poder de los Estados mutó desde el industrialismo del acero y el carbón al predominio tecnocientífico del armamento nuclear y la electrónica.
El espanto por la devastación producida y la amenaza de la nueva capacidad atómica contribuyeron a orientar la posguerra europea, de la mano de gobiernos cristianodemócratas y socialdemócratas, al desarrollo de un Estado asistencial con una desconocida amplitud de servicios y derechos siempre crecientes. El Ogro se había hecho filantrópico.
Ciertamente, tienen verdadero valor moral los progresos sociales y las formas de solidaridad tramitadas mediante los servicios públicos que los Estados europeos de la posguerra lograron poner en pie. Pero la filantropía estatalista se encaminó a partir de los años sesenta en la dirección que supuso la politización de toda realidad social: lo personal es político. Lo que en el fondo significaba que el Estado debía asumir el propiciamiento de la felicidad general como competencia propia y como justificación moral de su poder, siempre creciente.
Así que ningún deseo suficientemente intenso y que pueda comprometer la ‘estabilidad emocional’ del sujeto queda desatendido, y con diligencia dadivosa es convertido en derecho por el Estado y en oferta por el mercado, sobre la base de los desarrollos tecnocientíficos dirigidos estatal y comercialmente a tal efecto. No importa si se trata de cambiar de sexo, no dejar nacer o morir a voluntad con el amparo y los medios del Estado, porque nada que se siga de nuestra condición de organismos merece respeto en oposición a los propios deseos.
Desde entonces, la ciudadanía en nuestros hipertróficos Estados implica la tácita invitación a un pacto fáustico con el Estado que, en resumen, consiste en la promesa de la felicidad como satisfacción de todos nuestros deseos si convenimos en circunscribirlos a este mundo. Dicho pacto tiene la forma tácita y sugestiva del bienestar consumista y permisivo que se expresa en el progresismo como la posición política que encarna la filantropía estatalista.
Todo ese proceso se hizo posible en la medida en que se debilitaba la certeza de que la vida cristiana no solo era camino de salvación, sino que también era la forma más feliz de vivir en el mundo
Así se ha consumado aquel desplazamiento de los sentimientos y las energías religiosas hacia el entusiasmo por las ideologías políticas y los progresos de la ciencia que Nietzsche señaló, y que han dado forma a las ideologías del siglo XX y de la primera parte del XXI. En esa polarización de la política hacia la felicidad mediante el Estado coinciden tanto los progresismos como los nacionalismos que se amalgaman en una síntesis posmoderna de religiosidad política estatalista.
Este neopaganismo ha ocupado el lugar de las religiones de salvación con su propuesta de una felicidad intramundana suministrada y preservada por las tres nuevas potencias sobre el mundo: el Estado, el mercado y la tecnociencia. De hecho, el Estado democrático en las sociedades europeas se ha convertido en un agente moral y culturalmente confesional cuya potencia sería -como decía Tito Livio- la mayor después de la de los dioses, si no fuera porque los ha encarnado en su propio poder. Así que esa secularización es al mismo tiempo la apoteosis -divinización- del ogro filantrópico.
Al Estado y la ciencia -debidamente sintetizadas en el mercado farmacéutico- se han vuelto nuestras demandas de amparo ante la amenaza de la pandemia. Y, ciertamente, de uno y otra dependemos para evitar el caos y encontrar una solución. El Estado y la ciencia no solo son imprescindibles, sino que han protagonizado la mayor parte de los avances que suponen un progreso moral objetivo en nuestras sociedades y condiciones de vida. Es su pretensión de ocupar todos los demás espacios lo que las convierte en una amenaza que crece al mismo tiempo que su poder sobre las conciencias.
No avenirse a la propuesta de felicidad que sugieren las ideologizaciones (idolátricas) del Estado y de la ciencia consiste, primeramente, en no reprimir los deseos que exceden su ámbito de poder y, por tanto, no cerrar los ojos a nuestra condición mortal, ni, por consiguiente, al límite donde se hace patente la absoluta impotencia del Estado y la ciencia. Nada de ello es posible si nos dejamos encapsular en el narcisismo lúdico-competitivo con el que nos entretiene el estatalismo mercantil, como si no hubiera límite y nuestros días no estuvieran contados.
Pero, más decisivamente, incluso, es preciso suscitar modos de vivir en los que la satisfacción a granel de deseos y derechos no forme parte de la experiencia del carácter bendito de la vida en este mundo. Nietzsche decía, no sin visión cultural, que el cristianismo había servido como consuelo, pero que ahora tenía primero que producir sufrimiento para luego poder consolarlo. A despecho del utopismo estatalista y por desgracia, nunca faltarán sufrimientos para que los hombres necesiten consuelo. Sin embargo, tal vez sea ahora más necesario descubrir la centralidad de la experiencia de la gratitud, y de la dicha de estar vivo pudiendo desear y esperar estarlo para siempre.
María Blanco, autora de Hacienda somos todos, cariño, advierte de los recursos utilizados por la Administración para justificar un nivel de impuestos tan alto: «El truco está en hacerte ver que si no pagas estás traicionando a los españoles».
Josiah Osgood ofrece una interesante propuesta sobre cómo Roma se convirtió en la civilización por antonomasia del mundo occidental.