Juan Milián Querol | 31 de marzo de 2021
Las olas pandémicas se han ido llevando vidas y empleos. España ha liderado los peores rankings sanitarios y económicos. Pero las izquierdas ni se han inmutado. Si algo va mal, siempre pueden culpar a Ayuso.
En poco más de un año, Pedro Sánchez ha acabado, él solito, con la dictadura de Franco y con la banda terrorista ETA. Es un fenómeno. José Luis Rodríguez Zapatero protagonizó un «acontecimiento histórico en el planeta» al coincidir su presidencia con la de Barack Obama. Fue otro fenómeno. Entonces alió a todas las civilizaciones a favor de la paz mundial, y ahora se codea con los grandes demócratas bolivarianos para dar lecciones de libertad y progreso a Europa. No obstante, todo yin necesita su yang. Y las hiperbólicas alabanzas a los héroes políticos necesitan demagógicas críticas contra los villanos, en este caso, la atrevida Isabel Díaz Ayuso. ¿Cómo se le ocurre buscar el equilibrio entre la salud y el trabajo? ¿Cómo osa cantarle las verdades al bondadoso Sánchez?
Durante el confinamiento las pizzas de Ayuso alcanzaron más notoriedad entre los voceros socialistas que las no mascarillas de Salvador Illa y Fernando Simón. A pesar de que el Gobierno de Sánchez siempre fue a remolque de las decisiones tomadas por la Comunidad de Madrid, Ayuso era masacrada constantemente en los medios afines al poder central, es decir, la mayoría. Mientras otros países tomaban decisiones para frenar la pandemia en ciernes, el socialismo, en competencia con el podemismo, se dedicaba a dividir y a fragilizar la sociedad española con las malditas políticas de identidad. Mujeres vs. hombres. Demócratas vs. fascistas. En cuestión de días el ‘sologripismo’ dio paso a un discurso bélico que presentaba a Sánchez como el comandante en jefe que lideraba la nación frente al enemigo invisible. Aprieten filas. Nada de críticas. Como si el virus dejara de propagarse por no debatir sobre las mejores alternativas para combatirlo. Más tarde Sánchez se cansó y se fue a tomar unas largas vacaciones, prometiendo que salíamos más fuertes y habíamos vencido al virus.
Las olas pandémicas se han ido llevando vidas y empleos. España ha liderado los peores rankings sanitarios y económicos. Pero las izquierdas ni se han inmutado. Al igual que el separatismo, creen que, agitando las bajas pasiones y promoviendo el odio, la negligencia y la incompetencia se disimulan. Así pues, los ataques a Ayuso se multiplican y entran en una espiral de medias verdades y mentiras completas sin antecedentes en nuestra democracia. No les importa insultar a los franceses, a los jóvenes y a los restauradores, si así consiguen un titular contra Ayuso.
No les importa que el aeropuerto de Barajas sea competencia del Estado, ni que el Gobierno central no movilice a más agentes de la Policía Nacional para evitar fiestas ilegales. Si un futbolista del Real Madrid se baña en la playa de Valencia, la culpa es (redoble de tambores) de Ayuso. En ese momento, la secretaria de Salud Pública de la Comunidad Valenciana, una nacionalista de Compromís, estaba danzando en el Palau Sant Jordi de Barcelona. Chitón. No existe incoherencia para el ser moralmente superior. Y es que las izquierdas españolas están a la última en tendencias políticas.
En el programa Las cosas claras (y tan claras) de Jesús Cintora se advertía del desfase de turistas en Madrid, mientras los espectadores observábamos una playa atestada. Era la Barceloneta, pero da igual. Subtitula, que algo queda
De las fake news a la posverdad, dominan el arte de todos los engendros de la posmodernidad. También el de los hechos alternativos. Una vez más Televisión Española emitía ayer un rótulo ‘equivocado’. En el programa Las cosas claras (y tan claras) de Jesús Cintora se advertía del «desfase de turistas en Madrid», mientras los espectadores observábamos una playa atestada. Era la Barceloneta, pero da igual. Subtitula, que algo queda.
Las izquierdas no temen perder la credibilidad con su pandemia de mentiras. De hecho, forma parte de su estrategia. Crean un archienemigo y todo vale contra él. Las ideas se esfuman. Todo es emoción e identidad. Ella es mala, porque es la derecha. Punto. No importa lo que haga o lo que diga.
Michiko Kakutani resume perfectamente el proceso por el cual la amenaza fantasma permite el bucle de mentiras: «la indignación da paso a la fatiga de la indignación, que a su vez da paso a una especie de desgate y un cinismo que dota de poder a quienes difunden los embustes». El proceso español es como el procés catalán: una mentira tapa a otra mentira, y patada hacia adelante.
Quizá recuerden el Delcygate en el que cada nueva versión del ministro José Luís Ábalos convertía en una trola el anterior, aunque las falsedades sobre la pandemia lo dejaran prácticamente en el olvido. Nunca se asumieron responsabilidades. Siempre había un nuevo engaño, una nueva distracción. Sin contención. Siempre, plus ultra.
El periodista Matthew d’Ancona nos advierte del peligro de que «una proporción cada vez mayor de valoraciones y decisiones queden desterradas al ámbito de los sentimientos, en que la búsqueda de la verdad se convierta en una rama de la psicología emocional, sin amarres ni cimientos». Es el peligro de las nuevas (y falsas) religiones políticas. Las políticas públicas abandonan cualquier contacto con la ciencia y la razón. Mascarillas, no. Mascarillas, sí. Mascarillas, depende. Si algo va mal, siempre pueden culpar a Ayuso. Ese es el resultado de la guerra cultural: la irresponsabilidad absoluta. Y sin responsabilidad, la libertad desaparece.
En Madrid hay tanta libertad que, quienes quieran un procés madrileño, a partir del próximo 4 de mayo tendrán la oportunidad de conseguirlo con un candidato ideal: Pablo Iglesias.
Ahora, sin Pablo Iglesias en el Consejo de Ministros, el ego de Pedro Sánchez no hallará fronteras. Y es que la izquierda española se ha articulado en los últimos años en torno a dos machitos alfa tan ambiciosos como negligentes.